Mi viaje a Guatemala hace un año exactamente fue particularmente distinto porque lo hice con mi familia. Lo disfruté tanto que estoy segura que haré tantos como la vida me lo permita.
Mi hermana mayor, mis sobrinos y mi cuñado se bautizaron en los viajes, en el Aeropuerto Internacional Juan Santamaría pasamos congojas porque mi sobrina de 13 años aunque viajaba con sus papás no tenía permiso de salida internacional, en nuestro paseo por el Lago Atitlán el viento nos mantuvo al borde de morir ahogados y para terminar, el domingo antes de regresar nuestra preocupación era porque el COVID-19 ya había llegado a Costa Rica. Ese último día nos dedicamos en buscar alcohol en las farmacias y supermercados chapines, sin embargo fue inútil. Evidentemente nos lo negaron.
Como era el primer viaje de ellos, con anticipación planee el itinerario, busqué el transporte que nos llevaría a Panajachel, Ciudad Guatemala, zoológico La Aurora, Mercado Central y a otros sitios.
Cuando viajo sola camino mucho o utilizo cualquier tipo de transporte, pero en esta ocasión por seguridad, distancia y comodidad decidí que un medio de transporte privado era lo correcto. La idea siempre fue que su primer viaje fuera inolvidable y créeme que los dos desafíos por los que pasamos cumplieron el objetivo.
El estrés al salir de Costa Rica no fue nada comparado a lo que vendría.
El primer momento tenso no tiene que ver con pandemia, pero sí se asemeja a sentir la muerte cerca. ¡No exagero! De regreso de Santiago, un pueblo a 30 minutos en lancha desde el muelle de Panajachel dedicado a la granos básicos y artesanías, el viento soplaba muy fuerte. El Lago Atitlán estaba muy picado y las olas golpeaban la punta delantera con toda fuerza.
Por decisión me tocó sentir la agresividad del agua y el viento en primera fila. En ese momento me acostumbré tanto a los golpes de la parte delantera de la lancha que hasta llegué a detectar por el movimiento del aparato cuando venía un golpe fuerte, mientras rezaba para que el agua no entrara a la lancha y nos hundiera, o peor aún que una ráfaga de viento nos volcara sin avisar.
Mis sobrinos por su edad (13 y 10 años) no entendían el peligro, aunque también nos tranquilizó para no entrar en pánico. Esos 30 minutos que nos separaron del muelle de Santiago hasta Panajachel se nos hicieron eternos. Percibí un momento muy hostil cuando todos los que viajábamos en la lancha nos quedamos en silencio. Sé que mis hermanas y mi cuñado rezaron un Padre Nuestro y un Ave María. ¡Lo hice también!
Para ilustrar los impactos en delantera puedo decir que eran tal que me hice una ampolla en la palma izquierda. Quizás fueron los golpes, el miedo o una mezcla de ambas.
El día siguiente Billy —nuestro Uber— me contó que no estaban saliendo las lanchas desde el Lago Atitlán porque corría mucho viento y más tarde conversando con una pareja guatemalteca me contó que el año pasado 15 personas que regresaban de sus trabajos habían muerto cuando una lancha volcó por el viento que ahí corre. La mayoría llevaban salvavidas, pero no fue suficiente.
Vuelvo a ese día para el olvido… Mientras desafiamos las inclemencias del viento y del agua, pensé que si salía de esa lo primero que haría era abrazarlos a todos. A el capitán, Juan, Billy y por supuesto a mi familia.
Mientras eso pasaba por mi mente, veía de lejos el muelle y seguía preguntando a don Juan: ¿Cuánto falta?, ¿ya vamos a llegar?
Aunque teníamos planeado visitar San Antonio Palopó y Santa Catalina Palopó, pueblos dedicados a la cerámica y tejidos, decidimos regresar por seguridad. El viento siguió soplando, las olas cada vez eran más grandes y fuertes, y el muelle seguía distante. La lancha Don Lucas siguió batallando al mando del joven capitán a quien le calculo menos de 30 años. No dudo que su experiencia y valentía nos sacaron de ese día naufragar o hasta morir ahogados. Por obra y gracias a Dios tocamos tierra… ¡Y sí abracé a todos!
Segunda prueba
Como si fuera poco, estando en Guatemala las noticias en Costa Rica no eran para nada alentadoras. Se reportó el primer caso por COVID-19, este virus que en un principio nos atemorizó a todos.
En vuelo de regreso de aquel domingo 7 de marzo a las 10:00 p.m. causó estrés, inseguridad y miedo. Para añadirle temor al asunto, era de conexión con México y en ese país los casos positivos eran mayoría. Además, me agobiaba el tiempo de espera dentro del aeropuerto La Aurora, el principal en Ciudad Guatemala. El alcohol 70 que logramos comprar en Walmart Costa Rica se convirtió como vaso de agua en el desierto: justo y necesario.
Estando en el counter nos desinfectamos las manos como tres veces y con el pase de abordaje en mano nos dirigimos a aduana. En el desolado aeropuerto nos recibió un policía con mascarilla y guantes, el panorama no podía ser más alarmante para unos ticos que solo llevaban solamente dos botellas de alcohol 70 y un saco de temor.
En la sala de espera el ambiente no era bueno. Se percibía tensión, preocupación y cansancio. Llegó el momento de abordar, llamaron por secciones. Luego de enseñarles mi pase de abordar al ser de zona 2, me perciné y sobrepasé la puerta delantera del avión.
Sentí miedo por los pasajeros que venían de México y más que al lado estaba sentado un adulto mayor, persona considerada de alto riesgo para contraer el virus. Con mi hermana al lado, decidí colocarme los audífonos para solo escuchar la película de Netflix que había descargado para el viaje de regreso, mi objetivo era solo olvidarme por un rato del riesgo en que estábamos todos ahí encerrados mientras que las bacterias daban vueltas por el aire acondicionado.
Un año después de ese viaje, toda mi familia sigue conmigo, nos quedaron recuerdos inolvidables y otros no tan gratos de Guatemala, pero con la sensación de querer regresar. Sus lugares turísticos y su gente nos lo provocan.